Una vez me contaron que
en los equipos de handball
Se da una costumbre.
Se conoce como “morcar”.
Nadie sabe qué significa.
Estaba solo en el vestuario cuando los escuché llegar. Pedro me había dicho que no me preocupe, que las últimas veces todo había concluido en un gran festejo. Nunca me gustaron las fiestas. Siempre creí en los rituales, pero no en las fiestas. De chico mi mamá decía que a los nenes callados no los quería nadie. Después me di cuenta que a los que hablan mucho, como Pedro, tampoco. Que todo se resume a ser aceptado por las personas correctas. A ser más bien absorbido en algún lado, con odio o con amor.
Labios de tinta china
Cuando lleguen, vos miralos, pero no te rías. Pedro había sido muy claro al respecto. No todos participan, pero sí la mayoría y, sobretodo, sí Rafael, Leo y Horacio, que son los que importan. Rafael, Leo y Horacio eran los líderes del equipo de handball de la Primera en los campeonatos nacionales. Éramos todavía chicos con Pedro cuando cruzábamos la ciudad, 40 grados a la sombra, para ver sus partidos. Llegábamos a las gradas del público común y siempre nos sentábamos en el mismo lugar, frente a los de la Primera, para que nos vieran. Ellos nos veían, a veces nos tiraban besos. La mayoría, nos mostraban el puño, en alto como una bandera. Pedro y yo sabíamos que un día perteneceríamos. Les contestábamos todo: besos a los besos, puños a los puños, pero en seguida los bajábamos. Cuando estuviéramos en Primera, pensábamos, esas serían las primeras anécdotas con nuestros compañeros, nuestros hermanos de sangre.
Cuando lleguen Ernesto, dejálos. Ni se te ocurra hacer chistes pelotudos como cuando te ponés nervioso. Pero Pedro, nervioso no estoy. Me tiembla todo, pero no son nervios. Es más bien como un escalofrío, una electricidad que descarga sobre nosotros la novedad.
Oigo un ruido de metal que se vence. Son los goznes de la puerta que se abre lenta, maliciosa. El sonido inunda los vestidores, los lavabos y los recovecos de los mingitorios. Una cabeza asoma sin cuerpo. Es Leo el primero en mirarme desde el rellano. Clavo mis ojos en sus ojos, algo me encandila, intento no reír. Sus labios negros de tinta china me sonríen con delicia. Entra liberando el cauce por donde diez jóvenes sonrientes y pintados ingresan detrás.
Sacarse la toalla
La primera vez que en este vestuario nos bañamos juntos después de debutar en Primera creo que me pasaron cosas con Pedro. En un momento no reíamos de la barba mal cortada en el espejo, y al siguiente, Pedro me robaba la toalla de la cintura. Me quedé en bolas, con la pija parada. Esperaba la risa, una puteada, pero nada. Pedro se quedó callado mirándome fijo la cintura hasta que se quebró. Mientras le agarraba el pelo lacio y suave y él se lo metía de a poco en su boca me acordé del chiste de los dos enanos que saltan a cada lado de la barra, uno para pedir un trago y el otro para tomarle la orden. Salta cada uno a destiempo. Los dos piensan que del otro lado no hay nadie, y el chiste se resume a eso.
– Ese chiste es muy idiota, Ernesto.
Me sorprendió que se lo haya sacado de la boca solo para decirme eso, y que me callara, que no era el momento. Solo una gran confianza habilita un gesto así. Lo dejé seguir, y en dos, tres, cuatro bamboleos de norte a sur, le acabé en la boca a mi amigo. Se sentía bien, como una humedad caliente y suave, como hundir el cuerpo en la arena y echarse a dormir. Esa fue mi primera y última vez.
Morcar
Son las seis de la tarde y ya no se escuchan más voces en la cancha. Mis compañeros se acomodan en un círculo envolvente. Me miran, se tapan la boca, hacen bromas. Algunos se lo acomodan, mueven las caderas, corren las telas de las mallas. Es verano, todos estamos transpirando en el vestuario. Uno me mira las canaletas de los abdominales inferiores, los que sostienen la toalla que llevo puesta.
Leo se acerca, me toma las manos, la toalla cae. Horacio y Rafael empiezan a frotarse, y el resto copia el movimiento. Leo me mira. Me encuentro solo con él teniendo un diálogo sin palabras que el mundo observa. Siento mis músculos endurecerse (ahora sí, por los nervios), por el hambre (no almorcé Pedro, quise evitar el vómito y la vergüenza si llegaba a pasar), por las ganas de estar ahí. Leo mira para abajo. Sin soltarme las manos se arrodilla y empieza. Esto no iba a ser así, Pedro, Pedro, ¿qué está pasando?
Un ruido seco destruye el murmullo de la carne rozante y los jugos. Miro para abajo: la melena dorada de Leo cubre el enchastre. Una vara como una caña ennegrecida, eso es lo que ahora tengo. Escucho que dos se besan a mi izquierda y no miro. Rafael y Horacio se sacuden mutuamente mientras esperan a que Leo acabe. Pero el que acaba soy yo. Le exploto en la cara al jefe del grupo. Entre las manchas blancas y elásticas que le cuelgan de la nariz y la boca, un hilo de sangre corre como vena abierta por la comisura de sus labios. La sangre se mezcla con la espuma. Leo me sonríe. Veo la larga fila de colmillos que reemplaza los dientes. Sangro, pero no sé de dónde.
Rafael da la señal y entre dos me tiran al suelo boca abajo. Los escucho caminar descalzos y detrás. La palabra “morcar” viene de “morder” y “marcar”, Pedro. El primer colmillo que me roza la cola y perfora trae consigo esta revelación.
Por Agustina del Vigo

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