Tren Nocturno

De tanto pensar en el camarero se había olvidado de la minúscula cama en la que viajaría toda la noche en el tren a París. Claro que todavía era difícil que desapareciera del todo esa sensación viajando en la litera del medio, a la altura del picaporte de la puerta que manipulaban todos en el cubículo-dormitorio. 

Entonces, ella no puede dormir.

Vigila a todo el que pasa y la molesta para ir al baño en el medio de la noche. Imagina que alguno de esos hombres extraños se detendrá demasiado cerca de su cara o de alguna otra parte de su cuerpo. No sabe por qué no eligió el vagón de mujeres.

El próximo que se levante, abrirá la puerta y la luz del pasillo le acuchillará los ojos. 

La oscuridad se volverá una farsa dentro suyo. 

Se despertará una y otra vez en su mente con los ojos cerrados. Y así, jamás podrá dormir.  

Cuando cierra los ojos, el camarero del vagón bar todavía le sonríe desde el recuerdo. 

Ella le está pagando el sandwich y la cookie de postre que venía en el combo n°1 de la corta lista de opciones para cenar en el tren. Lo vio mirarla, y ella no pudo sostenerle el gesto. Por dentro, comenzaba a incendiarse.

Lo que se incendiaba en ella no era él. No era un hombre deseable. Pero ella quería que le pasaran cosas, algo que contar luego. Algo que recordar de la vida. 

Nada en él la obsesionaba solo sus ideas que ahora le pertenecían a ella como nunca le pertenecerían a otro.

Eso había sido hace una hora ya, cuando se retiró a su litera con el combo de comida bajo el brazo.

Un hombre (el más gordo), entró al compartimiento de vuelta del baño, le tocó la pierna sin querer con la panza y ella bufó a la francesa. Odió al hombre gordo, a su panza descomunal. Se odió ella por no animarse a hacer lo que quería.

Bajó de la litera y salió al pasillo. 

Los ojos se le volvieron chinos contra la luz. Se iba agarrando de las paredes acompasando al tren que atravesaba la noche a los tumbos. El pasillo estaba ridículamente frío, quizás fuera la velocidad, algo que se preguntaba cada vez que viajaba mientras levantaba los hombres y así se hundía en el abrigo, rechazando un profundo malestar. 

Tres minutos le llevó llegar al vagón bar donde las persianas eran una pared gris sobre la barra. Esperó unos minutos, alguien aparecería. Como en los hospitales, pensó que las barras de los trenes deberían también tener sus guardias. Pero nadie vino.

Dió marcha atrás. 

Se lanzó al pasillo, lastimada. 

Se dió cuenta que ya no había necesidad de padecer ni el frío ni la luz: su cuerpo a todo se había acostumbrado.

En los pasillos, un mismo baño se iba repitiendo. Entraba y salía del acordeón que unía los vagones y a la salida siempre la esperaba esa íntima puerta. 

Lo que para la filosofía fuera un laberinto, a ella se le tornaba aburrido. 

Las chances de exprimirle a la noche su preciado néctar se alejaban.

A la salida del siguiente acordeón se metió en el baño, se desabrochó el jean y metió la mano. Estaba más fría que todo su cuerpo, pero empezó. Estaba sola pero pensaba en él, o en alguna posibilidad de él.

Se miró al espejo sin interrupción y se sintió poderosa con el pie sobre el borde del inodoro químico que le facilitaba la apertura y la estabilidad. 

Pensó en qué le estaría haciendo él si estuviera en el baño. 

Vio su espalda en el espejo y contrajo la cola bajo el poder de dos manos fantasmagóricas. 

Arqueo la cintura.

La espalda fue un puente hacia adelante.

Hundió más el dedo.

Lo giro en sentido horario, y volvió a girar para darle cuerda.

Y volvió…

Sintió morir los engranajes cuando el embrión estalló.

Se alegró por dentro de haberse cortado las uñas esa mañana.

Cuando salió del baño el tren aminoraba el paso. Llegaban a una estación, la de un pueblo. 

Nunca sabe cuál cuando viaja de noche. 


Por Agustina del Vigo

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