Todos pensaban que había nacido en capital. Pero ella era de Pehuajó. De 1913. Ojos azules. De caminar recto. Rodete. Whisky en el almuerzo. Té con leche en la cena. Se recibió de modista en una escuela de corte y confección de la calle Cabildo. Cosía y daba clases. Su especialidad eran los vestidos de novia. Siempre quiso ser maestra pero en el pueblo no era costumbre que las mujeres estudiaran. Llegó a Buenos Aires tras un amante que nunca dejó a su mujer. Pasó mucho tiempo esperando que ese hombre la reconociese como su compañera pero no lo logró. Lo dejó una tarde de domingo sin haberlo planeado. Se encontraron en la confitería Ritz y la tía China rompió con él. Así, sin mayores explicaciones que las que necesita dar alguien que ha esperado por más de quince años. Tomó su cartera, dio media vuelta y al compás de sus tacos altos salió del lugar. Él no la siguió ni ella lo esperaba.
Era la tía soltera. Una perdida para algunos de la familia. Una salvación para otros. Crio sobrinos. Hijos de sus ocho hermanos. Algunos vivieron con ella en la casa de colegiales que alquilaba. Le gustaba el tango más que el folclore y lo bailaba bien. Se levantaba temprano. Tomaba mate con tres galletitas de agua. Sopa al mediodía y una comida liviana. Dormía la siesta. Sólo media hora por reloj. Cosía en todo momento. Las clientas entraban y salían. El timbre, sonaba una y otra vez.
La sala de costura era enorme. Allí se mezclaban la escuadra y el papel manteca, con retazos de tela, hilos desechados y alfileres que iban cayendo. Tenía tres maniquíes sin brazos que iban cambiando el atuendo de acuerdo con la demanda. Siempre llegaba alguien nuevo recomendado. China cosía bien. Todos lo sabían.
La radio a transistores era su compañía. La mantenía informada y le ayudaba dándole tema de conversación.
Se ponía los alfileres en la boca mientras con una tiza marcaba los ruedos, los pespuntes, los cortes. Después los clavaba uno atrás del otro. Calmaba los miedos de las clientas disimulando rollos, aumentando bustos con rellenos.
Los ojos de China eran azules aguados, plácidos, penetrantes, enhebrados por los hilos de una historia que nunca terminaba de cerrarse, que no podía contar. Colocaba los alfileres pensando en su amante, en la mujer de su amante, en la madre de su amante, en…
A la noche se sentaba con la taza de te con leche a dibujar en el papel de molde marrón. Trazaba líneas rectas, curvas, indicaba el lugar donde colocar los cuellos, las mangas, los botones.
Se acostaba tarde, cuando el reloj del hall de entrada daba doce campanadas. Entonces, se envolvía el rodete para no despeinarse al sacarse la ropa. Se ponía el camisón de algodón. Se sacaba los anteojos que de tanto usarlos le habían dejado un hueco en la nariz y se dormía de costado.
Así cada día, empezaba y terminaba con una costura. Hasta que una mañana, llegó una nueva clienta…
Toco el timbre y entró muy decidida como si conociese el lugar. Se acercó a la mesa de costura y sacó de un bolso de arpillera con flores cosidas sin ningún orden ni sentido, una tela de gasa rosa y otra de encaje haciendo juego.
―Me voy a casar, fueron las primeras palabras de Celia
―Te felicito, contestó muy bajo China, mientras miraba las telas sin entender demasiado.
―Vine para que me haga el vestido, me dijeron que es especialista en novias. Bueno acá está el modelo…
―¿y lo querés rosa?
―Exacto, quiero que todos hablen de mí, que digan “se casó de color”.
Celia sonreía, los ojos entre verdes y turquesas no podían quedarse quietos. Miraba a China que estaba concentrada en el molde y en la medida de la tela.
―¿querés que empecemos? ¿te tomo las medidas?
Empezó por la cintura, luego la cadera, la espalda, el busto, los brazos, el largo. China dibujó en su cuaderno de tapas duras y hojas amarillas, el bosquejo del vestido de novia rosa. Detalló todas las medidas, hizo el cálculo de los costos y le entregó un presupuesto a Celia en una hoja de anotador.
―Estoy de acuerdo, hágalo. ¿Cuándo lo puedo venir a buscar?
―Tenemos que hacer varias pruebas primero.
―¿Pruebas? ¿De qué tipo? ¿No le alcanza con las medidas que tomo? Se lo pago de contado, ahora mismo, pero no me haga venir de nuevo salvo a buscarlo.
―¡Pero… lo tenés que probar, se hace a medida y tal vez haya que corregir algo!
―¿Usted es especialista en vestidos de novias o no lo es?
―Sí, pero hago cuatro o cinco pruebas antes de terminarlo.
―Esta vez lo va a tener que hacer sin ninguna.
―No se puede así…
―¿No lo puede hacer entonces?
―Lo puedo hacer pero no te garantizo que el resultado sea el esperado.
―Eso no tiene importancia, acá lo único que me interesa es que sea rosa. Se lo pago. ¿Para cuándo está?
―En tres semanas, ¿te parece bien?
―Perfecto, la llamo y acordamos el día.
La nueva clienta guardó todo adentro de la cartera, se acomodó los anteojos y se dirigió a la salida. China la seguía atrás, intentó abrirle la puerta pero Celia lo hizo primero, sin siquiera darse vuelta, dijo un hasta luego casi obligado y desapareció por el zaguán de la casa de la calle Jorge Newbery.
China cortó, hilvanó y cosió ese vestido con más esmero que ningún otro. Trató que las medidas coincidieran con exactitud con las que había tomado. Por momentos se encomendó porque sabía de las variaciones de los cuerpos de las novias antes de los casamientos. Algunas engordaban, otras adelgazaban pero muy pocas se mantenían igual. A las tres semanas terminó el encargo y lo colgó del maniquí principal, recibiendo elogios y admiración por el vestido. Llamó al teléfono que le había dejado la clienta pero era un número equivocado:
―Acá no vive ninguna Celia, le dijeron
Al no tener noticias de ella, resolvió acercarse al domicilio que tenía anotado. Envolvió el vestido en papel madera, se tomó un taxi y se dirigió a la Boca, a la calle Pinzón. Se encontró con un viejo hogar de niños que ella ya conocía. Entró y preguntó por su clienta, pero le respondieron que ya no estaba allí. Le preguntaron quien la buscaba y al decir su nombre, le entregaron un sobre que Celia había dejado para ella.
China tomó el taxi de vuelta y comenzó a leer:
“Fui a verte sin saber bien para qué. Tardé mucho tiempo en encontrar una excusa para conocerte. No voy a casarme, creo que no lo haré nunca. Me dejaste en un hogar con una batita rosa, yo te dejo… treinta años después… un vestido rosa. No sé que buscaba. Ni siquiera pude tutearte. Quería mirarte y estar cerca una sola vez. Quería saber si me parecía a vos. Si tenía tus ojos, tu voz, tu altura o tu pelo. No tuve tiempo de averiguarlo. Salí corriendo antes. Creo que en el fondo, lo único que quería era dejarte un recuerdo mío. Y que sintieras la ausencia, el esperar a la que nunca llega. Lo único que deseo, si estás leyendo esta carta, es que me esperes. Tal vez algún día, con el corazón en calma, vuelva a tocar el timbre de tu casa.
¡Hasta entonces! Celia”
China guardó la carta y volvió a colgar el vestido de novia en el maniquí principal. Estuvo muchos años en la sala de costura. Alguna clienta lo quiso comprar pero la respuesta siempre fue la misma:
―No está en venta, ya lo van a venir a buscar, hay que esperar.
Por Alejandra Smiriglio

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